> El Blog de Rubencho: enero 2017

El gusto de ser juez

El Juicio de Susannah. Por Francois Boucher

Nos encanta etiquetar y juzgar. No necesariamente por sentirnos superiores a los demás, sino porque buscamos ponerle un nombre a todo, una definición, una palabra específica y tangible a todo lo que nos rodea. Te podría decir que está mal y hacer de este post una manera muy barata de ganarme unos cuantos Likes y retuits, pero esa no es mi intención. Y no es malo. No es algo que me haga sentir culpable pero tampoco es algo que me de derecho a mirar por encima del hombro a cualquier otra persona.
Tenemos una idea concreta de lo que es el mundo. Le damos un nombre a las cosas, hacemos definiciones de lo que entendemos y el que no. Por ejemplo: ¿Qué es el agua? Bien, buena respuesta. ¿qué es Dios? ¿cuál es el sentido de tu vida? Ah, ya la cosa se pone profunda, no somos filósofos o teólogos, pero igual hacemos el esfuerzo, nos imaginamos que Dios tiene unas manos gigantes, barba y cabello de vikingo, voz de Morgan Freeman, y que el sentido de la vida es ser felices, tener hijos, viajar, y todas esas cursilerías que has visto en tu facebook firmadas por el Joker de Heath Ledger (Bob Kane los perdone).
Juzgamos desde nuestra propia moral, eso es necesario para poder definir el bien del mal según nuestros criterio y experiencia y esto es válido para todo lo que observamos. Estamos hablando de cosas que van más allá de la chica de 23 que se empata con el tipo que es enchufado del gobierno porque le da dinero y los lujos que ella quiere vivir, o que potencialmente puede darle un pasaporte europeo. No hablamos de gustos musicales ni de forma de vestir, el ser gay, mujeriego, ateo, si le mandaste un nude a tu profesor (a) o si te gustan las caraotas con azúcar. Hablamos de juicios que son válidos para todo. ¿o es que acaso no juzgamos al violador que fue atrapado con una niña de seis años? ¿no juzgamos al que asesina por parecer el más guapo del barrio? ¿no dejamos de juzgar al político que derrocha millones de dólares en lujos y fiestas privadas? ¿es que acaso no vemos desde la óptica del bueno y el malo los acontecimientos de la historia de la humanidad? Lo hacemos siempre. Y está bien.
Igualmente debemos aceptar que seremos juzgados por lo que sea que hagamos. Nuestro origen, credo, estudios, antecedentes amorosos y sexuales, opiniones políticas, equipo de futbol, lo que sea. Con mayor o menor dureza pero pasaremos por eso. No está en nosotros exigir que no se haga. De lo único que tenemos control es que nos importe o no.
Tener una opinión, un punto de vista, fijar una posición, juzgar es un aviso de que nuestra mente se mantiene activa y crítica. No se trata de ir con antorchas a quemar herejes, es poner las cosas en nuestra balanza de valores y, en base a eso, determinar si es algo que nosotros haríamos si pudiéramos o si es algo que no podríamos hacer, al menos en circunstancias normales.
Obviamente desconocemos muchas circunstancias que llevan a los individuos o grupos a tomar ciertas decisiones pero eso no nos impide catalogarlas como macabras o heroicas, censurables o ejemplares. No puedes decirme que nadie te parece un perfecto imbécil, corrupto, buen padre, bonito, feo, o que merece estar encerrado de por vida en una cárcel y en algunos caso, que no debería existir gente así, NO, no puedes ser tan gris en la vida para quedar como una buena persona. SÍ, estás juzgando, eres humano, subjetivo, moralista y contradictorio. No solo Dios puede juzgarte, yo también, y tú a mí. Bienvenido al club.

Opiniones y boxers



Una opinión no es como un tatuaje. Más bien es como la ropa interior. Cambian según vas creciendo en tamaño e identidad con ellas. Puedes pasar con ellas desde que tienes uso de razón o más de la mitad de tu vida,  hasta el día de tu muerte. Otras dejas de usarlas porque ya no van contigo, porque tu estilo de vida cambió. Incluso el clima puede hacerte cambiar algunas.
En ocasiones, las opiniones pueden flexibilizarse, igual que la liga de un boxer, y ya no rigen tu día a día. Ya no son tu lema. Pasan al fondo de la gaveta donde están las demás prendas que sabes que no quieres botar porque algo en ellas aún te gusta. Tipo adeco en hibernación.
Hay puntos de vista sobre las personas que queremos que nos rodeen a los que nos aferramos por años. Siempre el mismo tipo de gente, los mismos grupos, los mismos encuentros. Un buen día podríamos comenzar a apartarnos de ellos para probar algo nuevo. Gente que vaya mejor con nuevos intereses y necesidades que ni siquiera nosotros habíamos admitido que teníamos. Como cuando se abandonan los incómodos interiores narizones que hacían poco para evitar el escape y riesgo de un testículo por la comodidad de algo más largo y de mayor agarre y ajuste a la anatomía masculina.
Existen opiniones que sacamos a relucir para lucirnos en ocasiones especiales, como cuando alguna chica se pone ese hilo o cachetero con encaje que la hace sentir Michelle Obama por fuera y Mia Khalifa por dentro, o un boxer que saca el James Bond interno. Esas opiniones las declamamos, tenemos años practicándolas en diálogos mentales.
Hay otras que se convierten en secretos placeres culposos y nos enorgullecemos de ellas, como que nos gusta la pizza con piña o una pantaleta manga larga, tipo paracaidas que le encantaba usar a una novia que tuve. Así como hay unas más extremas de cuero, con hendiduras y púas que van de la mano con el secreto apoyo a Donald Trump.
Nunca estará mal cambiarlas voluntariamente por causa de nuestras experiencias y necesidades, como cuando fidel castro se convirtió al comunismo para ganar el apoyo de Rusia o como cuando los de Metallica se cortaron el cabello, el hombre y sus circunstancias. 
Nuestras posiciones y nuestros puntos de vista, de ninguna manera, son una cárcel, ni unas cadenas o un estigma que llevamos en la frente. Son reflejo de lo que vemos, vivimos y sentimos. Y la experiencia siempre puede ser distinta. Y nadie puede juzgarte por ello. Raro sería alguien que nunca cambia de opinión o use la misma ropa interior toda la vida. 

Una revolución congruente


Recuerdo que, cuando estaba en el liceo y en la universidad, a los estudiantes que protestábamos por algo o reclamábamos por algo que creíamos que estaba mal nos decían "revolucionarios". De hecho más de un profesor se nos acercaba para decirnos que eso que hacíamos estaba bien y ,para alentarnos, nos hablaba de gente como alí primera, el ché guevara o fidel castro (para siempre, todos en minúsculas). Es decir, la protesta siempre iba ligada con el hecho de ser de izquierda aunque yo a esa edad no estaba para nada claro de ninguno de esos conceptos.
Luego pasó. Comenzamos a "vivir la izquierda", existir en socialismo. Y ante los hechos debo refutar. No acepto que la revolución, la rebeldía, la protesta sea ligada esa tendencia ideológica cuando en la práctica representa la sumisión total a un partido, una persona o a un grupo de militares, que a su vez son de por sí la anulación total de la razón y el ejemplo vil de la obediencia ciega o bajo amenaza.
Un rebelde no hace formación, no se le para firme a nadie, ni hace filas complacientes.
La revolución es totalmente incongruente con los tipos vestidos de verde oliva. La rebeldía no se lleva bien con las órdenes que da un tipo en TV queriendo decidir por todos. La defensa de la diversidad y los derechos humanos no es compatible con quienes han encarcelado a cualquier persona que no comulgue con los dogmas del poder en cuanto a religión, ideas políticas o tendencia sexual. Incluso si te caen bien. 
La revolución es libertad. La rebelión es el derribo de los muros de contención de los prejuicios. Es un estado mental que se eleva por encima de las barricadas de los obtusos.
La revolución es libertad total. La revolución es cambio, desafiar los dogmas. Pararse y decir ¿por qué esto tiene que ser así siempre, si puede ser mejor?
Revolucionario es creer que los ciudadanos podemos ser libres a través de la educación y no por medio de órdenes, decretos y fusiles. Eso sí es una idea rebelde. Auténtica. Poderosa.

Razón, educación y conciencia


Miro con desconfianza cualquier tipo de prohibición, no porque quiera experimentar lo vedado sino porque me gusta pensar en las causa y consecuencias de las leyes y normas que nos rigen.
Dentro de esa "moda" de lo políticamente correcto, se nos va la mano estableciendo el comportamiento modelo que deberíamos mantener. Hay leyes contra la violencia doméstica, el respeto a la mujer, la discriminación racial, religiosa y xenófoba, contra el porte de armas, ley de protección a los niños y adolescentes, ley contra el uso del alcohol y un sin fin de instrumentos legales para que nos comportemos mejor y llevemos esta fiesta en paz.
Digo que las miro con recelo porque me parece que en la medida que tenemos más leyes, evidenciamos nuestras graves fallas y carencias en nuestra educación, tanto la formal en escuelas y universidades, como la que recibimos de nuestros hogares y comunidades. La existencia de un gran número de leyes son evidencia del fracaso en la evolución moral y cívica del ser humano.
Por un lado queremos una vida pacífica y de sana convivencia, pero por otra parte hemos olvidado que si queremos resultados a largo plazo, debemos construir esta realidad en base a la formación sólida, pero, mucho más importante, en base a la razón. No es lo mismo que algo esté mal porque está prohibido, a que está prohibido porque está mal.

A chancletazos o a razonazos
A todos nos han prohibido cosas, desde salir a jugar con nuestros amigos de la infancia, comer un helado, hacernos un tatuaje, hasta darle una bofetada en público a un menor de edad y portar un arma en un cine. La diferencia en su utilidad para el desarrollo humano se basa en que distingamos la razón de la fuerza.
Las prohibiciones mencionadas siempre van acompañadas de una advertencia de uso de la fuerza que se traducen en chancletazos, confiscación de cónsolas de videojuegos, suspensión de mesadas, cárcel y multas desde tiempos inmemoriales. Seguimos manteniendo una deuda con la razón.
Las leyes no ayudan a formar buenos ciudadanos, ni buenos amigos, ni buenos amantes, ni buenos padres. Solo la razón permite la evolución de la conciencia humana. Sin ella solo somos sociopatas en pausa.
Lamentablemente hemos ido lento en el desarrollo de la sana convivencia en base a la razón y no al castigo. Valoramos la fuerza por encima del intelecto como ejemplo de poder y autoridad. No es casualidad que en nuestra sociedad exaltemos a los tipos con uniforme militar en detrimento de los civiles. Perezjimenistas, chavistas y cualquier tipo de autoritarismo se dan la mano porque en el fondo, la obediencia sin razón es la base de su cultura. No se cuestiona, no se discute. Solo se obedece. ¡Atención, firrrmm!
A los gobiernos, líderes, padres y formadores perezosos les sale más barato contratar a un abogado para que les redacte las prohibiciones que invertir tiempo y dinero en la educación y formación de los ciudadanos. Y les es mucho más cómodo para evitarse preguntas y rendición de cuentas. Redactar una ley que sanciona duramente a quien arroja basura en la playa o contra quien comete crímenes de odio racial o religioso es mucho más económico que educar a toda una población para enseñarles las consecuencias ecológicas, sociales e individuales de la contaminación y de la discriminación o el fanatismo. Eso puede tomar años de esfuerzo. Lo primero, apenas un par de horas y un jugoso cheque. Pero es una trampa. Apenas la prohibición y multa sean olvidadas, la basura y el odio volverán. No hubo educación, solo una débil contención a la indolencia y la violencia.
Puedes llamarme loco, pero es por esto que mi ideal, mi utopía civilizada, es una sociedad donde no existan leyes. No porque a todos se nos permita hacer lo que nos plazca, sino porque la formación y los valores de convivencia sean ta sólidos, que no haya necesidad de tenerlas. Existe el respeto, la cooperación y el equilibrio ecológico porque estamos conscientes de como esto nos afecta individual y colectivamente. Quiero que seamos lo suficientemente libres como para que, aún pudiendo hacer daño, no tengamos voluntad de hacerlo. Porque está mal, y sabemos el por qué. 
Así que la próxima vez que te pidan una explicación a una orden, venga de tus hijos o de tus colaboradores, tienes el enorme poder de sacar dentro de ti el pequeño Stalin o a un forjador de humanistas. Siempre será tu decisión y afortunadamente, aún no hay ley que te obligue a ello.

Los culos pasan, los amigos quedan.


Tener pareja es una oportunidad para crecer en el aspecto por donde mejor fluya la relación, ya sea en lo afectivo, lo sexual, lo espiritual, lo económico (vamos, no voy a darles lecciones morales sobre ese asunto tan antiguo) y cualquier otro plano. ¿Pero qué sucede con nuestro entorno?
He tenido amistades que han tenido cambios drásticos en su trato familiar y con su círculo de amistades. Es aceptable y entendible cuando la relación es altamente satisfactoria y las viejas amistades no evolucionan al mismo ritmo de nuestras nuevas aspiraciones, pero los casos que me han preocupado son los que llegan al aislamiento, asumiendo solamente el trato con amistades de la pareja. He visto como esto sucede con mujeres y hombres. Los motivos pueden ser de lo más variados: celos, actitud posesiva, desconfianza, capricho y pare de contar. Se pueden escudar en que los familiares son unos chismosos o metiches, hombres y mujeres no pueden ser amigos, chantajes, historias conflictivas, en fin, el catálogo es amplio en cuanto a historias.
Amigos, nunca olviden esto: Los culos pasan, los amigos quedan.
Estas mismas personas suelen llevarse notorios cabezazos cuando la relación termina y se dan cuenta que hicieron un efectivo trabajo alejando a los suyos. Con algo de suerte y compasión, alguno retomará la interacción. Pero en otros casos, el aislamiento que les comenté más arriba, lleva a un círculo vicioso, donde además de lo afectivo, sexual, etc, se suma el temor a quedar solos al estar en dependencia social absoluta de su pareja y el círculo familiar y amistoso de esta. 
Ten todas las relaciones que quieras y vívelas como te plazca. Pero que estas no te roben ni un poco de identidad y espacio personal. A la hora de un imprevisto, puede que este sea el único patrimonio que te quede.