Nos gusta pensar bien de nosotros, lo que hacemos, lo que nos gusta. Todo tiene su perfecta justificación. Todos salimos a condenar o lamentar públicamente la muerte de un funcionario de la tiranía, o el escrache hacia algún esbirro del chavismo, o que la vecina chismosa se cayó por un hueco que no taparon en la calle, o que por fin dejaron y le montaron cachos al pana bocón que decía que se las levantaba a todas. Pero en el fondo lo celebramos. No somos ni mejores ni peores por eso. Simplemente somos humanos. Con altas dosis de infinita nobleza y miseria.
Queremos pensar que estamos bien, que lo que hacemos es lo idóneo, que lo que tenemos es bueno aunque lo maticemos con cosas tipos "al menos es mío", y en lo social, queremos que lo nuestro siempre sea lo más resaltante. Eso nos da un efecto placebo de tranquilidad, de comodidad y ayuda a construir las bases de nuestra zona de confort.
Sin embargo, la vida nos brinda la oportunidad de salir momentáneamente de nuestra matrix y enfrentarnos a realidades que superan la nuestra.
Al emigrar, muchos cometen la torpeza de hacer comparaciones entre tacos y cachapas; entre el Santiago Bernabéu y el Pueblo Nuevo de San Cristóbal; entre ver un Yankees - Red Sox y un Caracas - Magallanes; en comparar la belleza de las mujeres venezolanas con las madrileñas o las ucranianas (sí, tengo cierta fijación con ellas, ya les hablaré de eso en otra oportunidad) o entre un tercio negro de Polar o una Heineken.
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Nos aferramos a la idea de que el chocolate venezolano es mejor del mundo, cosa refutable ya que la materia prima, el cacao sí es de altísima calidad, pero la industria chocolatera nacional está en grave crisis y con una capacidad de innovación muy limitada. Pero socialmente nos metimos esa idea en la cabeza, así como decir que nuestra música gastronomía, chistes, mujeres, polvos son los mejores del universo, cuando en realidad todo eso son constructos psicosociales propios de culturas particulares y no deben ser tomados nunca como juicios objetivos.
En los últimos años noté variaciones en los sabores de los alimentos, no sé si por desgaste de mis papilas gustativas o por estar harto de comer lo mismo, y no caí en cuenta de eso sino hasta que comencé a viajar. Me di cuenta que el sabor del queso amarillo tenía un sabor más agradable, la yema de los huevos era más consistente y colorida, la carne, el pollo y embutidos tenían un sabor que tenía en algún lugar de mi memoria, me recordó a mi niñez. Ahora me siento como el protagonista de 1984 al probar el verdadero sabor del chocolate, al saber cuál debería ser el sabor y color real de las cosas. Nos han dado a consumir mentiras dosificadas progresivamente y de manera tan sofisticada, que no solo las concebimos como lo normal, sino que nos parecen las más maravillosas mentiras del mundo. Mentiras que hemos aceptado por autocomplacencia. Ya somos incapaces de admitir que no está bien que cosas tan simples como el sabor a menta de la pasta dental haya desaparecido bajo la excusa de que "picaba mucho" o que el deterioro físico y psicológico del común de los ciudadanos sea algo evidente. No puede ser normal que cualquier reunión familiar ahora se base únicamente en hablar de bachaqueros, enfermedades o del vecino que se fue del país. Hay una vida más allá de eso, lo sabemos, la recordamos, pero hemos querido ignorarla para vivir en un nuevo purgatorio.
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Apenas tengo tres semanas fuera de Venezuela y ya caigo en cuenta del nivel de alienación alarmante en el que yo estaba. No es sano ni gracioso. No nos hace en mejores guerreros, ni en los más preparados. No puedo darte una solución que le sirva a todos. Solo puedo decirles que el despertar será abrumador, querrás escapar de eso. Lo negarás. Seguirás diciendo que las oreos que venden en Sabana Grande son mejores que las de Mercadona o Wallmart. O que las playas son las más bonitas porque un primo que de un vecino, de un compadre que conoció a un tipo que vendía guacuco en Cumaná, supo de un gringo que lo dijo estando ebrio.
Será como despertar luego de una larga, intensa y disfrutada borrachera. Eso te lo aseguro.
Queremos pensar que estamos bien, que lo que hacemos es lo idóneo, que lo que tenemos es bueno aunque lo maticemos con cosas tipos "al menos es mío", y en lo social, queremos que lo nuestro siempre sea lo más resaltante. Eso nos da un efecto placebo de tranquilidad, de comodidad y ayuda a construir las bases de nuestra zona de confort.
Sin embargo, la vida nos brinda la oportunidad de salir momentáneamente de nuestra matrix y enfrentarnos a realidades que superan la nuestra.
Al emigrar, muchos cometen la torpeza de hacer comparaciones entre tacos y cachapas; entre el Santiago Bernabéu y el Pueblo Nuevo de San Cristóbal; entre ver un Yankees - Red Sox y un Caracas - Magallanes; en comparar la belleza de las mujeres venezolanas con las madrileñas o las ucranianas (sí, tengo cierta fijación con ellas, ya les hablaré de eso en otra oportunidad) o entre un tercio negro de Polar o una Heineken.
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En los últimos años noté variaciones en los sabores de los alimentos, no sé si por desgaste de mis papilas gustativas o por estar harto de comer lo mismo, y no caí en cuenta de eso sino hasta que comencé a viajar. Me di cuenta que el sabor del queso amarillo tenía un sabor más agradable, la yema de los huevos era más consistente y colorida, la carne, el pollo y embutidos tenían un sabor que tenía en algún lugar de mi memoria, me recordó a mi niñez. Ahora me siento como el protagonista de 1984 al probar el verdadero sabor del chocolate, al saber cuál debería ser el sabor y color real de las cosas. Nos han dado a consumir mentiras dosificadas progresivamente y de manera tan sofisticada, que no solo las concebimos como lo normal, sino que nos parecen las más maravillosas mentiras del mundo. Mentiras que hemos aceptado por autocomplacencia. Ya somos incapaces de admitir que no está bien que cosas tan simples como el sabor a menta de la pasta dental haya desaparecido bajo la excusa de que "picaba mucho" o que el deterioro físico y psicológico del común de los ciudadanos sea algo evidente. No puede ser normal que cualquier reunión familiar ahora se base únicamente en hablar de bachaqueros, enfermedades o del vecino que se fue del país. Hay una vida más allá de eso, lo sabemos, la recordamos, pero hemos querido ignorarla para vivir en un nuevo purgatorio.
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Será como despertar luego de una larga, intensa y disfrutada borrachera. Eso te lo aseguro.