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La renuncia al destino

Carriles del funicular a Tibidabo, Barcelona. España. Foto: Rubén Villegas


"Nadie existe con un propósito. Nadie pertenece a ningún lugar. Todos vamos a morir. Ven a ver T.V."

Morty


La frase que abre este escrito me dejó un buen rato pensando en medio de una crisis personal y laboral, mientras me terminaba la cerveza con que acompañaba el ver este episodio de Rick y Morty.
A primera vista, podríamos pensar que el no tener un propósito en el planeta, nos llena de vacío, tristeza y temor al no tener ninguna meta, ninguna motivación y ningún sentido para la vida.
Yo lo siento como algo liberador. He decidido que no tengo una misión en este planeta. Mi destino no está escrito ni diseñado por otra cosa que no sea el azar. Por mucho que pueda planificar mi jornada de mañana, nada puede evitar que simplemente el mañana no exista. Porque el futuro siempre es incierto.
No he perdido la fe. No siento un vacío existencial. Al contrario, siento que al quitarme el peso del deber ante algo tan impredecible y caprichoso como el universo, La Fuerza o Dios, puedo enfocarme en vivir según mi propio sistema de creencias de valores, que podría reducir a lo que una entrañable y querida amiga llama "el coleccionar momentos de felicidad".
¿Y por qué no buscar la felicidad plena?
Pues porque esta no existe. Es un ideal dentro de seres tan imperfectos, incomprendidos e insatisfechos que somos y siempre seremos.
Siempre habrá algo que nos falte, que nos afecte, que nos parezca injusto e indignante. Y eso rompe esa felicidad, sin que necesariamente nos convierta en seres amargados. Es simplemente lo que hay. 
¿La felicidad es lograr metas? Yo tengo metas, por supuesto, pero ¿qué hay luego de lograrlas? Otras metas. Unas las alcanzaré, otras no. Nunca las lograré todas. Entonces nunca habrá felicidad. 
Quiero abrazar mi realidad con todo lo que tengo y lo que no. Lo que soy y lo que quisiera ser. Amar la vida con todos sus problemas como se ama a la mujer de tu vida aunque forme líos por cosas que pasaron hace 10 años mientras ves la final de la Champions. Así como amas tu gato, el mismo que te deja cucarachas muertas en tu cama como tributo y te deja rasguños en el brazo. La vida no es mala ni buena. No es bonita ni fea. Es la vida. A secas.
Mi legado, como lo he dicho en anteriores oportunidades, no me preocupa. Un hijo no es un legado porque no sé lo que decida ser él o ella cuando crezca. Quizá sea un filántropo que resacte niños abandonados, o un traficante de órganos de esos mismos niños. Es el azar. Tampoco lo serán mis libros, o bienes. No tengo poder sobre lo que pasará con ellos. No se si son rentables. Yo no controlo el mercado.
¿La felicidad es el amor o la paz? ¿Qué puedo hacer si siento que no tengo suficiente amor o algo perturba mi paz?
Aceptar ese tipo de cosas es la paz. Aceptar que hay cosas que no podemos controlar. Aceptar que no todos van a amarnos. Aceptar que podemos ser el blanco del cariño o las frustraciones personales de un tercero sin que nunca sepamos el motivo.
Aunque quiera estar en este mundo para buscar momentos de alegría, seguramente cometa errores que me impidan alcanzarlos. Pues porque soy humano y el autosaboteo es parte de nuestra naturaleza.
Por lo pronto tengo claros cuáles son algunos. Hablar con mi madre, escribir, escuchar música emocionante, viajar, estar con personas que me llenan con momentos y conversaciones que quisiera que no terminen nunca. Eso es lo que busco hoy. No sé lo que buscaré mañana. Pero de eso me ocuparé luego. De todos modos, no importa lo que haga o deje de hacer, algún día moriré. Todos vamos a morir. Mientras más lo aceptemos, menos ansiedad por el futuro sentiré.
Es por esto que renuncio a mi destino. Renuncio a tener un propósito en este planeta.
Mientras tanto, publicaré este artículo mientras escucho Queen. Ya saludé a mi madre. Veré cuáles son los próximos lugares donde quiero tomar fotografías.
Y miraré la TV.